¿Os habéis preguntado qué pasa con lo que no decimos? ¿Esos pensamientos que anidan en nuestra mente y nos provocan malestar?

Muchos se quedan en nuestro interior, y se manifiestan en nuestro cuerpo en forma de malestar, dolor o enfermedad. Otros los sacamos a destiempo de malas formas. Y algunos, tan sólo algunos, se desvanecen y/o transmutan.

Lo que no decimos debe tener su energía propia. Y esa energía debe ser de todo menos positiva. Porque normalmente lo que no decimos viene acompañado de frustración y dolor.  

Algo, alguna situación que vivimos, nos duele y en torno a ella comenzamos a generar y acumular pensamientos que potencian ese dolor. Y nos los quedamos. No los soltamos. Especialmente no los compartimos con esas personas que han sido la mecha que ha encendido en nosotros la llama de ese dolor.

Desde ese momento, eso que no decimos pasa a tener vida propia. Y en ocasiones lo hacemos crecer, incrementando los pensamientos en torno a ello en bucle. Alimentamos a “la bestia” sin quererlo.

¿Amigos o terapeutas?

Lo que no decimos en ocasiones se lo confesamos a nuestros amigos, a personas de confianza. Siempre y cuando no estén directamente involucrados en ello, claro.

Lo ideal es compartirlo con terapeutas. Ellos pueden ayudarnos a transmutar la energía de todo aquello que no decimos y nos atormenta en cierta manera. Si lo compartimos con amigos y se suman a esa energía “destructora” seguimos alimentando a “esa bestia”. 

Aunque parezca que al verbalizarlo se aligera, puede no ser así porque esas personas a las que confías tus pensamientos y con quienes compartes tu dolor, pueden ratificarlo, seguir echando leña al fuego y provocar que siga creciendo en espiral esa energía arrolladora.

No sé si os habéis dado cuenta pero constantemente anidamos en nuestro interior cosas que no decimos: a nuestra pareja, a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestro jefe, a nuestro compañero de trabajo…

¿Dónde se alojará todo eso? ¿En nuestra mente? ¿En nuestro estómago? ¿En nuestro pecho?

¿Cómo hacer que salga de nosotros y quedarnos en paz?

Si lo verbalizamos, podemos causar heridas del todo innecesarias en las otras personas. Sobretodo depende de la manera en la que lo digamos.

La verdad está sobrevalorada

Siempre se pueden decir las cosas de maneras diferentes, claro está. Pero, como bien dice una amiga mia: la verdad está sobrevalorada y -aunque antes no estaba de acuerdo con ello- cada vez tengo más claro que en muchas ocasiones no es necesario decir a otra persona todo lo que pensamos. Le provocaríamos un dolor innecesario.

Esos pensamientos que habitan en nosotros están causados por nuestras propias creencias y por nuestras voces internas. No son verdades absolutas. Son nuestra verdad polarizada por nuestra forma de ver  las cosas. De hecho, cuando compartimos lo que pensamos con las personas adecuadas, nos pueden ayudar a cambiar nuestra perspectiva y lograr que esos pensamientos dejen de tener fuerza.

Lo que no decimos se puede transmutar en arte, en un libro, en un cuadro, en una canción… También podemos escribirlo en un diario personal y releerlo de tanto en tanto para darnos cuenta de que a veces aquello que pensamos y nos afecta en algún momento determinado, pierde fuerza por sí mismo con el paso de los días.

Diferencia el origen de lo que piensas y sientes

Pero otras veces sí que es necesario decir lo que sientes y lo que piensas. Se trata de intentar discernir lo que son tus propios monstruos, tus propias sombras, de lo que son tus límites y tu valor personal. Se trata de conocerse y autogestionarse. No es nada fácil. Lo ideal sería darnos cuenta de cuando estamos generando en bucle pensamientos que nos hieren a nosotros mismos y no nos llevan a ningún lugar; y tratar de hacerlos desvanecer. La meditación o técnicas como el Ho’oponopono son ideales en estos casos.

Es importante aprender a diferenciar los pensamientos autolesivos y juiciosos de aquellos que nos protegen y nos ayudan a marcar nuestros límites. Los primeros podríamos tratar de disolverlos porque tan sólo llevan dolor y transmitirán dolor; los segundos deberíamos poder expresarlos desde la calma y la libertad. Este acto es símbolo de autoestima y autorresponsabilidad. Si la persona que tienes delante es receptiva y te comprende, estrecharéis los vínculos. Si no es el caso, quizás haya que actuar en consecuencia y marcar distancias.

Es un gesto de valentia y de respetuosa honestidad ser capaz de de expresar nuestros pensamientos, sentimientos y emociones abiertamente siempre que ello sea para alzar la voz por nuestro bienestar. Nos ayuda a confiar en nosotros mismos y nos sana.

Lo que no decimos quizás no sea tan importante como lo que decimos si conseguimos respetarnos, valorarnos y actuar con coherencia y empatía.

También puede ocurrir que lo que no decimos se acumule en nuestro interior y lo «soltemos» de golpe, inesperadamente, de manera inadecuada: con gritos y cierta agresividad. Transmitiéndo así el dolor acumulado y rompiendo la posibilidad de un diálogo constructivo.

Nuestra verdad

No es fácil gestionar todo aquello que no decimos. Discernir lo que sí y lo que no debe ser dicho es complicado. En ocasiones el miedo a las repercusiones que pueda tener expresar «nuestra verdad» nos frena. Otras veces no estamos seguros de si lo que tenemos que decir es «nuestra verdad» y merece ser compartida o no, pues es fruto de nuestra mente juiciosa y simplemente causará dolor a la otra persona y no la ayudará.

Aquellas personas que gestionan bien lo que dicen o lo que no dicen tienen una alta inteligencia emocional. Son aquellas que conocen sus propias emociones, las saben controlar, dominan su propia motivación y reconocen las emociones en los demás.

Nunca está de más pararnos a conocernos y amarnos un poquito más y pensar… ¿hay algo que no diga que deba ser dicho para mejorar mi relación conmigo mismo y -en consecuencia- con los demás? ¿O es mejor tratar de desterrar esos pensamientos que en ocasiones me invaden porque son perjudiciales para mi y para mi entorno?

¡Qué maravilloso es el viaje del autoconocimiento!